Vanidad
Sentimos en ocasiones en nuestro corazón un gran hueco interior, un vacío en el que navegamos sin rumbo ni timón, padecemos ese sentimiento de fragilidad de la vida, lo que un novelista tituló la levedad del ser. En su versión filosófica se habla de pérdida de sentido de las cosas, del nihilismo, en un mundo en el que Dios ha muerto. Estas experiencias comunes suponen un reto para la filosofía, pues son la cifra de un pensamiento en contra de la vida, que debe ser compensado buscando otras fórmulas y conceptos que la afirmen, que no la devalúen hasta convertirla en nada.
El carácter necesariamente efímero pero gozoso de la vida y la posibilidad de vivirla jovialmente fue central en el tiempo del Renacimiento, cuando se preguntaron en aquel renacer cuáles eran los valores que debían ponerse en juego, qué tipo real de actores debían aparecer en ese escenario, y qué relaciones debía crear el hombre con el mundo.
Montaigne responde a este problema de una forma rotundamente clásica siguiendo en parte a Sócrates, a Platón y a Epicuro. Examina la experiencia del pasado y deduce una certeza: el hombre es una bestia con logos, nunca puede ser Dios, aunque a veces pueda ser divino cuando mira y ve, la mirada de Dios, "theos oros", la teoría del mundo, sub aespecies eternitatis. Pero somos genéricamente animales que piensan, que hablan aunque casi nunca digan la verdad, que viven una vida material luchando en la arena con sus exigencias y limitaciones. Medios o mediadores, entre los dioses y las bestias, quizás mediocres, no hay que avergonzarse de ser hombre, de nuestros pecados y faltas, de nuestras torpezas y sueños, comete un crimen contra la Humanidad quién niega su condición de hombre, negándose a sí mismo. Y negando la Vida.
El ensayo es la reflexión del hombre sobre sí mismo y nace en el Renacimiento, en el tiempo en el cuál el hombre se sabe en un pedrusco irregular y limitado, pero no se rinde y aprende a medir el tiempo, mecánicamente con el reloj, y fabrica globos que representan mapas del mundo, aunque ni el tiempo ni el espacio tengan centro ni sentido, ni lógica ni proporción humana alguna.
Escribir es una pequeña cosa, algo menor, una acción sin eco, que se entiende como un entretenimiento ocioso en un mundo que se hunde y una vida que se apaga. Se escribe siempre después, después de haber vivido, después de la vida para citarla, y así resucitarla, se escribe para obtener una reflexión que dé lección de vida. Pero Montaigne lanza un órdago feroz contra el propio acto de escribir como síntoma de una sociedad enferma: No se asienta una sociedad sobre los refinamientos de las cuartillas de los “intelectuales”, "Escritores ineptos e inútiles….como los artistas", tiempo de crisis, tiempo de vicios inútiles, de cosas vanas. El problema dice Montaigne es que sólo hay hombres buenos, con buena conciencia, cuando tienen mala fortuna. Y por ello la escritura es a menudo esa rabia rumiada, queja lastimera y ñoño arrepentimiento tras la vida vivida. Valdría que fuera acaso clínica que amortigue el dolor y el remordimiento.
Montaigne por el contrario practica la escritura de nervio templado que se revela como ofrenda, consejo y enseñanza. Y si los males aumentan por la edad, ser sereno y agradecido con lo que se ha vivido.
El árbol del saber
Las reglas
Wittgenstein plantea una alegoría con unos nativos que no saben leer ni escribir en una aldea remota y con un explorador apuntando en un cuaderno aquello que hacen. El antropólogo escribe las reglas que explicarían las acciones que estos realizan, así tendríamos el juego 1 que son las acciones realizadas con el conocimiento instintivo, que se confunde con lo natal, lo puro u original, Wittgenstein lo llamaría Gerüst, es decir andamiaje o armazón, Aristóteles lo llamaría Poiesis, mientras que por otro lado tendríamos el juego 2, las reglas, la política, la ciudad. Es decir, tendríamos el juego y sus reglas.
La Razón produce monstruos
Galileo, Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam, durante el Renacimiento el hombre pone sus ojos en el Mundo, en la realidad sentida, liberándose de la tutela de la Fe y de Dios. En los ensayos Montaigne ensaya hablar de sí mismo, de sus viajes, de la amistad, de la política. Surgen las primeras utopías de la historia, la de Tomás Moro, remedando la República de Platón, o la de F. Bacon y su Atlántida ideal. Pero a la vez tambien se hace evidente el peligro de darles la espalda a los dioses, de que la soñada utopía se convierta en una pesadilla distópica, y la terrible certeza de que los sueños de la Razón producen monstruos. Si Erasmo elogia la locura, Montaigne nos advierte que el hombre es loco y mortal, y que pedir cordura es cómo pedirle a un enfermo que sane. La filosofía se contagia de la enfermedad de razonar con argumentos que son palabras huecas, de dar lecciones imposibles que nadie puede obedecer. Pero también la filosofía puede recordarnos que el hombre es un magistrado sin jurisdicción, un miope en el conocimiento, y en demasiadas ocasiones es tan sólo el bufón de su farsa.